. He co-creado más de diez compañías de tecnología, algunas de ellas exitosas. Mis logros se los debo a muchas personas, pero hay una en particular a la que le debo mucho y no sé su nombre. Cuando yo tenía 14 años, ella me prestó el dinero para comprar mi primer computador y así fundar mi primera compañía. Así de rápido como ella llegó a mi vida, desapareció de la misma. ¿Me ayudas a encontrarla?
Mi pasión por la tecnología y, consecuentemente por el emprendimiento, empieza con el recuerdo más viejo que tengo de mi vida, cuando tenía cuatro años de edad, en 1982, en Bogotá. También es allí donde empieza esta historia.
Mi nombre en aquella época era Alex Henríquez. Mi mamá –Katia Monroy– y yo estábamos visitando la oficina de mi abuelo, Carlos Monroy, un geek empírico. Recientemente él había comprado un computador y me permitió usarlo. No sé qué modelo era, probablemente un Commodore 64. Sólo recuerdo el juego de autos que utilicé esa vez, y la felicidad de poder controlar con mis dedos lo que se observaba en la pantalla. Recuerdo incluso con más fuerza el sentimiento de tristeza que se apropió de mí cuando no me dejaron seguir jugando porque teníamos que irnos. A partir de ese momento, volver a usar un computador se volvió mi obsesión: estar detrás de una pantalla y controlar lo que se ve en ella.
Todos los días le preguntaba a mi mamá cuándo podría regalarme un computador. Ella me explicó que no teníamos el dinero suficiente para comprar uno. Como consecuencia, todas mis conversaciones con adultos empezaron a girar en torno a mi deseo de tener un computador. De hecho, les pedía un computador a todas las personas con las que hablaba. Una de ella era mi padre. Él no vivía con nosotros; nos había abandonado cuando yo tenía un año de edad y mi hermana menor venía en camino. De vez en cuando, yo hablaba con él por teléfono. Supongo que tanto le insistí que un día me hizo una promesa: “Ya vas a entrar al colegio, ¿cierto? Bien, si sacas el mejor puntaje promedio en todo tu colegio –dijo–, te regalaré un computador”. Yo acepté el reto. Semanas después empecé primer grado en el Colegio Militar Antonio Ricaurte.
En primer grado me esforcé mucho para sacar el mejor puntaje de mi clase, pero no lo logré. Sáenz, uno de mis compañeros de clase, era mejor que yo. En segundo grado las cosas cambiaron. Finalmente logré sacar mejor puntaje que Sáenz. Lastimosamente, no era el mejor del colegio. Me tomó seis meses más, pero finalmente lo logré: obtuve durante dos meses consecutivos el mejor puntaje de mi colegio de 3 mil estudiantes. Conseguí un certificado y le pedí a mi mamá que me pusiera en contacto con mi padre. Semanas después, muerto de la ansiedad, finalmente logré hablar con él. Le dije: “Papi, ya saqué el mejor puntaje del colegio. ¡Ya me puedes regalar el computador!”. Esa conversación ocurrió hace 28 años, y todavía estoy esperando el dichoso computador. Es más, años después, ya con mi primer negocio, mi padre me pidió que le vendiera un computador. Se lo di a crédito y nunca me pagó. No sólo me debe uno, ¡sino dos computadores!
Mi abuelo, un geek empírico, había comprado un computador. Sólo recuerdo el juego de autos que utilicé esa vez. Tener un computador se volvió mi obsesión.
Desafortunadamente, mis abuelos también eran separados y por eso nunca volví a ver el computador de mi abuelo. Así que durante mucho tiempo intenté calmar mi fiebre por los computadores usando a escondidas los PC de la oficina de mi mamá y el centro de cómputo del colegio: buscaba disquetes y el primero que encontraba lo metía en un computador. Me gustaba el reto de aprender a usar lo que me encontrara. Así aprendí a usar muchos juegos, pero también aprendí sobre Lotus 123, BASIC y otros. Lastimosamente, como estaba usando computadores a escondidas, no podía utilizarlos más de un par de horas por semana. Mi obsesión por tener mi propio computador, todo para mí, 24×7, persistía.
Finalmente, cuando tenía 14 años, se me ocurrió una idea: pedir un préstamo, comprar un computador y ponerlo a trabajar para pagar el préstamo. El modelo de negocio que imaginé era simple: ‘pasar’ trabajos a computador. En aquella época, en 1993, los estudiantes universitarios empezaron a tener acceso a computadores en las universidades, pero esos equipos todavía eran muy costosos para tenerlos en sus casas. A pesar de eso, algunos profesores empezaron a exigir que las tareas más importantes fueran entregadas “en computador”. Existía, pues, una oportunidad de negocio: transcribir en el computador las tareas de aquellos estudiantes que eran muy perezosos o desorganizados como para hacerlo ellos mismos.
Le pedí a un amigo el favor de imprimir unos letreros que decían “Se pasan trabajos a computador”, con la dirección de nuestra casa. Pegué los avisos en los postes de mi barrio. En aquella época vivíamos en Villas de Granada, en el occidente de Bogotá. Las personas empezaron a llegar a preguntar por el servicio, pero rápidamente me di cuenta de que no me tomaban en serio cuando les decía que yo era quien hacía las transcripciones. Empecé a decir que las hacía mi mamá, pero que no estaba disponible. Funcionó. Comencé a ofrecer estimados usando múltiples precios. Mis potenciales clientes aceptaban. Sólo había un problema: ¡todavía no tenía un computador! Afortunadamente, el ejercicio me permitió obtener algo muy valioso: información. Supe qué precios podía cobrar, el costo del papel y la tinta, y los márgenes de ganancia. Deduje que trabajando después del colegio durante dos años podría pagar el préstamo que necesitaba para comprar el computador.
Nuestra vida era modesta: no teníamos carro, ni televisión por cable y mi abuela regateaba en la plaza de mercado con todos los vendedores para ahorrarse un peso aquí y otro allá. A pesar de eso, nos dábamos un lujo: una vez al mes íbamos a Unicentro, el centro comercial más prestigioso de Bogotá en aquella época, a comer helado en Crepes & Waffles. Yo pedía el helado Alaska, mi favorito. Uno de esos sábados, mientras esperábamos en una larga fila para comprar los helados, me escapé. Me fui al banco ubicado al lado de la heladería a pedir el préstamo. Era el Banco de Bogotá. Opté por ese banco porque años antes yo había abierto allí una cuenta de ahorros para niños, las llamaban Cuentahorrito. No había podido ahorrar mucho, pero tenía la cuenta allí. Me acerqué al cajero y le pedí el préstamo; lucía confundido. Le preguntó algo a su compañero en secreto y empezaron a reírse. Me dijeron que a los niños no les daban préstamos. Me puse de mal genio. Les recordé que yo había sido su cliente por muchos años y que debían tratar mejor a sus clientes.
Cuando iba saliendo del banco alguien me detuvo. Era una mujer muy bien vestida; me preguntó si yo era la persona que estaba pidiendo un préstamo. Respondí afirmativamente. Me pidió que la siguiera, y me llevó a una oficina grande, en el segundo piso, en la parte de atrás del banco. Ella me explicó que era la gerente del banco. Recuerdo que me hizo muchas preguntas: “¿Dónde están tus padres?”, “¿para qué quieres el préstamo?”, “¿cómo lo piensas pagar?”, “¿por qué tus papás no te compran el computador?”, etc. Respondí todo de la mejor manera posible. Sin darme cuenta, estaba haciendo por primera vez en mi vida un ‘pitch’ de mi negocio.
Ofrecí el servicio usando múltiples precios. Mis potenciales clientes aceptaban. Sólo había un problema: ¡todavía no tenía un computador!
Me pidió que llenara unos papeles y se los llevara. Le conté a mi mamá y me ayudó a hacerlo. Volví el martes al banco y le di los papeles. Me pidió que esperara afuera de su oficina. Un par de horas después me hizo entrar de nuevo a la oficina. Me dijo que tenía malas noticias: “Sólo te puedo hacer el préstamo a un año, no a dos años como lo pediste”. Me llené de alegría; no me importaba que el préstamo fuera a uno o dos años, lo importante era que finalmente iba a tener el dinero para comprar un computador. Le dije que no había problema, que yo trabajaría más fuerte para poder pagar a tiempo. Horas después me dio el dinero, en efectivo, y cuatro recibos para pagar el préstamo en cuatro cuotas trimestrales. Salí del banco con 820 mil pesos, muerto del susto de que me los robaran, y directo a comprar mi computador. Días después, cuando el computador llegó a mi casa, fundé mi primera compañía. Aunque el único empleado era yo, y lo era medio tiempo, opté por nombrar mi negocio Apache A-X Cibernetic Enterprises Limitada.
Sacar el negocio adelante no fue fácil: me tocó trabajar más duro de lo que imaginé, noches, sábados y domingos. Para no atrasarme en los pagos, mi mamá y mi abuela empezaron a ayudarme. Mi abuela, de 82 años, insistió en que yo le enseñara a usar WordPerfect para continuar transcribiendo después de que me caía dormido por las noches. Nunca pude enseñarle el concepto de ‘Guardar’ archivos. Llegamos al acuerdo de que por las noches, después de ayudarme, ella siempre dejaría el computador prendido. Yo me levantaba por la mañana y cuidadosamente lo primero que hacía era oprimir Ctrl+S para guardar el trabajo que ella había hecho. Por cierto, el nombre de mi abuela es María Emma Torrenegra. Es en honor a ella que hoy mi nombre ya no es Alex Henríquez. Ahora es Alex Torrenegra.
Todas las cuotas las pagué a tiempo, excepto la última; recaudar el dinero para pagarla me tomó dos días más de lo esperado. Cuando intenté hacer el pago, el cajero me lo rechazó; me dijo que el recibo tenía la fecha equivocada. También notó que el recibo tal vez estaba mal, pues el número de cuenta no correspondía a una cuenta con mi nombre. Intentaron hallar la información de mi préstamo, y no la encontraron. Mi única cuenta era la de ahorros que había abierto años antes, pero no tenía ningún préstamo relacionado con la misma. Pedí hablar con la gerente, pero el gerente ahora era otra persona. Finalmente decidí hacer un recibo nuevo, con el mismo número de cuenta del recibo original, pero con la fecha corregida. Di así por pagado mi primer préstamo.
Aunque el único empleado era yo, y lo era medio tiempo, opté por nombrar mi negocio Apache A-X Cibernetic Enterprises Limitada.
Hoy en día entiendo cómo funcionan los bancos. Entiendo el manejo de riesgos financieros. Entiendo por qué los bancos piden que hipoteques tu casa cuando quieres un préstamo. Entiendo por qué los bancos piden codeudores. Entiendo por qué los bancos revisan tu historia crediticia. Entiendo por qué un banco no le haría un préstamo a un niño.
Hace poco, mientras recordaba esta historia, caí en cuenta de algo. Ese préstamo que me dio el Banco de Bogotá sucursal Unicentro en 1993 muy probablemente no me lo dio el banco. Creo, con cabeza y corazón, que el préstamo me lo dio la gerente usando sus ahorros personales. Creo que ella fue mi primera inversionista ángel, en todo el sentido de la palabra. Me encantaría invitarle un helado y darle las gracias. ¿Me ayudas a encontrarla?
Esta columna se publicó originalmente en Medium.com. La hemos reproducido en ENTER con autorización de Alexander Torrenegra.
Foto: Torre Technologies
historia interesante, ojalá encuentre a la persona y pueda invitarla a un helado (si van acrepes, mi recomendado es el tartufino de amaretto). me recuerda también cosas de mi niñez.. también me interesé por la tecnología porque era interesante controlar yo mismo lo que sucedía en la pantalla (ver que el cañón apuntaba hacia donde yo lo moviera, y que si disparaba salía una bala, y esa bala si tocaba al malo el malo explotaba, o ese estilo de cosas). y aunque no se comparan, también recerdo mi historia de chantaje, en mi caso fue con un perro (si saca buenas notas le dejamos tener un perro). tampoco tuve el perro