El pasado 12 de noviembre Disney decidió adelantarse a la época decembrina y lanzar su versión renovada de ‘Mi pobre Angelito’: el divertido e inolvidable clásico navideño de John Hughes que protagonizó Macaulay Culkin por primera vez en 1993. Esta vez, la historia es protagonizada por Archie Yates (quién interpretó a Yorki en Jojo Rabbit), Ellie Kemper (Erin Hannon en The Office) y Rob Delaney (quien trabajó en Deadpool 2). Estos dos últimos, encargados de meterse en el papel equivalente al del dúo de ladrones de la primera película, solo que de una forma un poco diferente y en ocasiones sobreactuada (todo hay que decirlo). La pregunta es: ¿Vale la pena invertir 1 hora y 33 minutos en esta nueva entrega? Sí… En el caso de que te carcoma la curiosidad y de verdad no tengas algo más interesante o importante que hacer. Eso sí: mantén tus expectativas bajas.
Para que una historia de ficción sea creíble, debe primero ser verosímil. O sea, que tenga cierta naturalidad y coherencia en los sucesos que se dan dentro del universo que se nos pinta; al menos la suficiente como para hacernos sentir que, aunque la historia no sea real, sea como mínimo convincente. Y esto es todo lo que no sucede en ‘Mi pobre y dulce angelito’. Comencemos entonces hablando de eso: de su trama.
Sí. Ya sabemos que esta película no es un remake sino una versión diferente. De hecho Disney se burla de la idea en una escena del film en donde uno de los personajes (el hermano de uno de los “antagonistas”) hace un comentario del tipo “no deberían hacer remakes, porque las películas originales son siempre mejores”, y la verdad es que tiene razón. Sin embargo, es necesario decir que si la historia de 1993 funcionaba a la perfección, en parte era por lo creíble de la misma, a pesar de la complejidad que engloba la pregunta: ¿bajo qué circunstancias una madre y un padre podrían hacer un viaje familiar en plena navidad (y a otro continente, además) y olvidar por completo a su hijo menor?
La fórmula noventera fue certera: una casa llena de hermanos, primos y un montón de personas preparándose para un viaje internacional y, al mismo tiempo, la ausencia de tecnología. Esto último de vital importancia, pues es el detonante de los sucesos verosímiles dentro de la cinta porque en la primera versión no existen dispositivos como los smartphones. Recordemos, por ejemplo, que para despertarse el día del viaje, la familia necesita de un reloj despertador (el cual falla porque hay un daño eléctrico en el barrio). Esto provoca la excusa del olvido de Kevin: un niño que está dormido en el ático de su casa porque está castigado. Eso sumado a que el niño no tiene un dispositivo propio, al afán que se vive dentro de la casa, y a los malos cálculos de que quienes están a cargo de contar a las personas del viaje, termina en el olvido del protagonista.
En el siglo XXI la cosa es muy diferente. Primero porque las familias ya no suelen ser tan numerosas como antes (sin embargo, en esta nueva entrega mantienen esa idea, porque de lo contrario nada podría tener el poco sentido que tiene la trama); y segundo, porque hoy convivimos en un mundo con tanta tecnología, que cuesta imaginarse a una familia que es capaz de llegar a un aeropuerto y no percatarse de la ausencia de alguien, llamarlo desde un smartphone y pedirle un carro o un taxi para que alcance a llegar. En esta versión, el guion intenta solucionar este problema con una premisa similar al de la primera película: los vuelos separados. En uno viaja una parte de la familia, y en otro, la otra. Eso sí: papás e hijo menor en vuelos diferentes para que la historia pueda desarrollarse.
No obstante, la madre de Max, al contrario de la madre de Kevin (quien, por instinto, comienza a sospechar en el vuelo que se le ha olvidado “algo” e inmediatamente cae en la cuenta de que ese algo es su hijo), se da cuenta del olvido ya estando en Tokio y ni siquiera en el aeropuerto. ¿Cómo se percata de la situación? No se sabe porque no se explica con claridad en la película. El momento de revelación se resuelve mediocremente con una escena en donde se la muestra a ella (Aisling Bea), discutiendo alterada con su marido por no haber notado tampoco que dejaron a Max… personaje del que sí o sí tenemos que hablar.
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Max Mercer (Archie Yates), como ya les contamos, es el protagonista de la película. Un niño que tiene muy poco de “pobre y dulce angelito” y que, al contrario de Kevin, parece más un adulto que otra cosa. Un detalle que se vuelve hasta cierto punto extraño, porque Archie Yates es un actor demasiado tierno como para el rol que ejecuta: un niño sabihondo, imprudente e increíblemente estresado para su edad. Tanto así que si se pierde el viaje familiar de navidad es porque se aturde emocionalmente de tal forma por culpa de sus primos y de su numerosa familia durante la noche anterior al del vuelo, que prefiere encerrarse en el carro de sus papás para ver alguna serie en su iPad, donde se queda dormido.
Además de esto, y de una conversación que Max tiene en una escena con uno de los hijos de la pareja que interpreta a los intrusos, lo hacen parecer mayor y con más “recorrido” que cualquier otro niño de su edad. En ocasiones se siente uno viendo como a un “treintañero” en el cuerpo de un niño. Lo cual es incómodo si se tienen en cuenta ciertos comportamientos que se dan dentro de la película del tipo: “estoy solo en casa y tengo curiosidad por ver contenidos sexuales, aunque el filtro de protección infantil de Internet me lo termine impidiendo”. Y sí, sabemos que la adolescencia es un momento de exploración, pero Max es un niño de tan solo 10 años, por lo que uno termina preguntándose si era necesario incluir detalles de esta clase dentro de su personaje.
¿Y los intrusos de ‘Mi Pobre y dulce angelito’, qué?
Hablemos por último de la pareja que hacen Ellie Kemper y Rob Delaney. Ambos interpretan a Pam y Jeff McKenzie: las cabezas de una familia con aprietos económicos que busca resolver su racha poniendo a la venta su casa
, hasta que conocen a Carol Mercer (la madre de Max). Mercer entra a ver la propiedad con la excusa de estar interesada, pero con la intensión real de que su hijo pueda entrar a un baño y por cuenta de ella es que la pareja se entera de que vendiendo una muñeca de colección que antes había sido propiedad de la madre de Jeff (Rob Delaney) podrían resolver su situación. La muñeca desaparece misteriosamente, y los primeros sospechosos son Max y su madre.
Lo anterior da pie para que la pareja, que pasa de ser completamente normal a convertirse en un dúo planificador, enérgico, obsesivo y criminal en su tarea de recuperar la muñeca irrumpiendo en la casa de Max. Es en esta pareja, en donde reposa el grueso del “humor” de la película; sin embargo este falla muchas veces por el exceso de referencias que solo entienden en Estados Unidos.
Este dueto es víctima de la crueldad de Max (quien cree que va a ser secuestrado y por lo tanto decide hacer un plan de defensa que lejos de causar risa, causa un poco de asombro por el nivel de riesgo y violencia que implican sus tácticas). Estrategias como quemarle los pies a Pam (Ellie Kemper) y escenas en donde es el propio esposo quien patea la cara de la mujer (mientras ambos intentan superar una barrera para ingresar a la casa de Max), se alejan mucho de las acciones de Kevin, que a pesar de involucrar lesiones físicas, involucraban también la creatividad propia de un niño que logra hacerles creer a un par de ladrones que su casa no está sola.
Son muchos más los detalles que podríamos traer a colación para esta evaluación. Sin embargo, todos llevarían a la misma conclusión: a pesar de incluir la música de John Williams como en su versión original y de contar con Devin Ratray (quien interpretó en su momento al odioso hermano mayor de Kevin), ‘Mi pobre y dulce angelito’, es una película que, si bien logra ser entretenida desde el punto de vista de lo insólita que es su trama, no parece ser una película ni navideña, ni mucho menos infantil. Parece más una comedia con chistes mediocres para adultos, con demasiadas referencias a la cultura pop americana y un exceso de tecnología, que, en contraposición a la versión de 1993, hace que a un espectador de un país como el nuestro, le sea difícil sentirse identificado en algún punto con la historia presentada por Disney. ¿Calificación subjetiva de ‘Mi pobre y dulce angelito’? 3/10 (y ni siquiera sé muy bien qué es lo que exactamente engloba ese 3).