Cada año, millones de personas se someten a tomografías computarizadas (TC) para detectar fracturas, tumores, infecciones u otros males internos. Pero según un nuevo estudio publicado en JAMA Internal Medicine, esta poderosa herramienta diagnóstica podría ser también una fuente silenciosa de futuros cánceres. ¿Hasta qué punto deberíamos preocuparnos?
El estudio analizó datos de 93 millones de TC realizadas en 2023 a 62 millones de pacientes en Estados Unidos. A partir de modelos de riesgo, los investigadores estimaron que estas exploraciones podrían estar relacionadas con hasta 103.000 futuros casos de cáncer, lo que equivale al 5 % del total anual de diagnósticos en ese país.
Si la cifra suena alarmante, es porque lo es. Pero también hay matices. Expertos insisten en que estas estimaciones están rodeadas de incertidumbre. Los modelos utilizados para calcular el riesgo de cáncer por radiación se basan, en muchos casos, en estudios históricos con sobrevivientes de bombas atómicas o trabajadores expuestos a radiación en contextos industriales.
“La radiación de una tomografía es mucho más baja que la de una explosión nuclear”, señala Stephen Duffy, profesor emérito de Detección del Cáncer en la Universidad Queen Mary de Londres. “El riesgo existe, pero es pequeño y, sobre todo, relativo”.
Para dimensionar el riesgo de desarrollar cáncer a lo largo de la vida ronda el 40 %. Una tomografía agregaría apenas un 0,1 % a esa probabilidad. En otras palabras, si una TC permite detectar un aneurisma, un tumor incipiente o un absceso oculto, el beneficio supera con creces el posible daño.
No obstante, el volumen es lo que inquieta, ya que desde 2007, el uso de tomografías computarizadas ha aumentado un 35 %, un crecimiento que no se justifica únicamente por el aumento poblacional. Algunas voces señalan que se están utilizando más de la cuenta, incluso en situaciones donde otros métodos podrían ser igual de eficaces y menos riesgosos.
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Las tomografías de abdomen y pelvis, en particular, concentran la mayor carga de radiación y son responsables del mayor número estimado de casos de cáncer inducido. Los tipos más comunes derivados serían cáncer de pulmón y cáncer de colon, dos enfermedades que, por razones aún inciertas, están creciendo en adultos jóvenes.
“Nos hemos acostumbrado a pedir una TC como quien pide una segunda opinión”, comenta Ilana Richman, médica de la Universidad de Yale. “Pero no siempre es la mejor opción, y no siempre es necesaria”.
En un editorial que acompaña el estudio, Richman y su colega Mitchell Katz abogan por un cambio cultural en la medicina. Proponen capacitar a los médicos en la identificación de pruebas de bajo valor y fomentar el uso de alternativas como ecografías o resonancias magnéticas, que no implican exposición a radiación.
Además, proponen una solución práctica: involucrar al paciente en la toma de decisiones. Explicar claramente los beneficios y riesgos, y considerar sus preferencias, puede contribuir a una medicina más consciente y personalizada.
Doreen Lau, investigadora en biología del cáncer de la Universidad Brunel de Londres, es clara al respecto: “Este estudio no busca alarmar, sino informar. Si un médico recomienda una tomografía, hay que confiar en su criterio. Pero también debemos abrir el diálogo sobre cuándo es realmente necesaria”.
La medicina moderna avanza hacia la precisión. Y eso implica afinar no solo el diagnóstico, sino también el juicio clínico. Saber cuándo una imagen salva vidas y cuándo puede causar más daño que beneficio es parte de esa evolución.
Al final, no se trata de renunciar a las tomografías computarizadas. Se trata de usarlas con sabiduría. Porque en medicina, como en la vida, el equilibrio lo es todo.
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