‘La loca de la casa’ es un libro autobiográfico de la escritora española Rosa Montero. Su título es porque ella se refiere así a la imaginación, que a veces es impredecible e incontrolable. Y lo traigo a colación porque siento que ese término es perfecto para designar algo más amplio: la mente. No creo que me equivoque si afirmo que la suya, tal como la mía, a veces hace lo que le da la gana, y actúa de forma medio deschavetada.
Le doy ejemplos de las cosas extrañas que hace –o hacía– la mía en un escenario en particular: los aviones. Antes viajaba seguido al exterior, y con frecuencia mi mente comenzaba a estresarme, al aterrizar en el otro país, con la posibilidad de que hubieran metido droga en mi maleta en el aeropuerto de Bogotá (creo que ver ‘Expreso de medianoche’, la película de Alan Parker, no ayudó). No tengo idea por qué pensaba eso, pero empecé a sellar las maletas con plástico para evitar ese riesgo.
La loca de la casa también me hacía sentir que cada vuelo en el que me subía se iba a caer, aunque yo me consolaba pensando que esa era una buena muerte (al menos mejor que ser atropellado por un Transmilenio, o morir en la cama de un ancianato). A veces, si la loca estaba calmada, solo me insinuaba que iba a perder las conexiones con otros vuelos, pero cuando estaba imaginativa y el clima era malo me hacía pensar en lo que pasaría si el piloto estuviera muy enguayabado o un tris borracho. No sé si el hecho de que mi padre fuera piloto tenía que ver con esos pensamientos. En ocasiones también me inundaba con recuerdos del libro ‘Viven’, sobre los sobrevivientes del accidente aéreo de 1972 en los Andes chilenos, que había leído cuando era adolescente; por eso siempre me esmeraba por comer bien en el avión, así no tuviera hambre (si conoce esa historia, sabe a qué me refiero).
El cerebro es como velcro para las experiencias negativas y como teflón para las positivas.
Usted podría pensar que simplemente les tengo fobia a los aviones. Pero este patrón de pensamiento lo aplico a muchas más cosas, como el futuro de la humanidad, la viabilidad de mi empresa, cualquier dolor extraño que siento en el cuerpo o la posibilidad de que Petro sea presidente. Sin embargo, lo que dice la neurociencia no es que yo esté loco (no mucho, al menos), sino que tengo un cerebro bien adaptado para sobrevivir. Nuestra mente suele amargarnos con preocupaciones, anticipando cosas malas, porque eso era útil para la supervivencia en el entorno salvaje en el que se desarrolló el cerebro hace miles de años. Mi problema, quizá, es que el volumen de mis pensamientos negativos es más alto que en otros.
El cerebro está programado para ofrecer rápidamente respuestas de ‘lucha o huida’ cuando uno se siente amenazado. Y el sicólogo Ronald Siegel dice que “el cerebro es como velcro para las experiencias negativas y teflón para las positivas” porque la amígdala, la parte del cerebro que evalúa el ambiente y decide si algo es una amenaza o no, reacciona mucho más rápido a estímulos negativos que a los positivos.
En mi caso, creo que eso también hace que a veces sea muy impaciente con las demás personas, que tienda a juzgarlas de forma negativa (culpables hasta que demuestren lo contrario), que sea prevenido y que –cuando me siento atacado– diga cosas de las que luego me arrepiento.
Por eso me llamó la atención que Bill Gates recomendara recientemente dos libros sobre un tema que tiene relación con mis malos hábitos de pensamiento: ‘Awakening Joy’ y ‘The Headspace Guide to Meditation and Mindfulness’. Suelo leer algunos de los libros que cada año sugiere el fundador de Microsoft en su blog, y me pareció curioso encontrar obras sobre mindfulness y meditación en la lista de este gurú de la tecnología.
Hace unos años había empezado a meditar, y puedo dar fe de que esta práctica milenaria produce cambios positivos en la forma como uno aborda lo que le trae la vida. De hecho, la neurociencia ha comprobado que produce cambios físicos benéficos en el cerebro. La falta de juicio me alejó del buen camino, pero estos libros me encarrilaron de nuevo. Son útiles para cualquiera que quiera entender cómo funciona el cerebro o por qué actuamos como lo hacemos, y que desee aprender a entrenar la mente para que haga lo que uno quiera, y no al revés (“la mente es un magnífico criado, pero un amo terrible”, dice el experto en liderazgo Robin Sharma).
Uno puede meditar por muchas razones: para reducir el estrés, aumentar la capacidad de concentración o tener paz interior, aunque esta práctica requiere constancia para que dé frutos. También me gusta que uno empieza a identificar cuáles son las circunstancias y pensamientos que actúan como disparadores de ciertas emociones (como el mal genio), y poco a poco se va adquiriendo la capacidad de no reaccionar ante ellos. En esencia, permite crear un espacio entre cualquier sensación o pensamiento y la reacción posterior; así es posible evaluar mejor cada acción o decisión antes de tomarla. Solo eso representa un potosí.
Estos libros no se consiguen en español, pero en la edición 235 de la revista ENTER, que ya está en circulación, hay un completo artículo que explica cuáles son los beneficios del mindfulness y cuál es su sustento científico.
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