Aunque viva en un país en donde algunas personas cometen actos tan inhumanos que solo se entenderían si fuéramos simios, y pese a que tengo una fe absoluta en la ciencia y la tecnología, la idea de que el mono esté en nuestro árbol genealógico siempre me ha parecido difícil de aceptar. Y no por razones religiosas, sino porque me cuesta creer que algún día ‘Chita’ llegue a convertirse en Oscar Wilde, y me parece sospechoso que la vida se origine porque sí a partir de un caldo de compuestos químicos. Por eso siempre he tenido dudas que mucha gente comparte: ¿hay que renunciar a creer en la ciencia para creer en Dios? ¿Si la ciencia tiene razón, Dios no existe?
Para quienes tienen fe en Dios, pero también confianza en la ciencia, Charles Darwin, quien nació en este mes hace 200 años, es por ello un personaje molesto. Es como un duende que se sienta sobre nuestro pecho en las noches para quitarnos el sueño y sembrarnos inquietud. Con su teoría de la evolución, Darwin planteó algo que puede sonar más difícil de creer que la historia de Adán y Eva; sin embargo, los avances en genética y otras ciencias están demostrando que él tenía razón.
¿Cómo conciliar entonces los dos mundos? Hace poco salió un libro que busca precisamente eso: Cómo habla Dios, la evidencia científica de la fe. El autor es Francis Collins, un médico y químico estadounidense, especialista en genética y líder del Proyecto Genoma Humano, el grupo que en el año 2000 terminó el primer borrador del genoma humano (algo así como el libro de instrucciones para construir una persona), un logro que se compara con haber descifrado ‘el lenguaje de Dios’ (el título del libro en inglés) para la creación de la vida.
No creer resultó irracional
En su libro, Collins explica por qué no existe una contradicción entre Darwin -y en general la ciencia- y la fe en Dios. Pero antes narra el origen de su interés en el tema: un día un paciente moribundo le preguntó en qué creía, y él no pudo darle una respuesta; Collins era ateo, pero sintió vergüenza al caer en cuenta de que, siendo científico, él había pasado por encima de la pregunta más importante de todas (¿existe Dios?) sin evaluar los hechos a favor y en contra. Ahí comenzó su búsqueda de respuestas.
Aunque Collins inicialmente buscaba pruebas intelectuales que lo reafirmaran en su ateísmo, reconoce que en un punto los hechos lo llevaron a admitir que la fe en Dios era más racional que no creer. Entre los ejemplos que menciona está la creación del universo, y no solo se refiere al hecho de que resulta difícil entender cómo el universo se creó a sí mismo, sin intervención de nadie, sino también a cómo pudo evolucionar y dar lugar a la vida.
Él explica que el universo funciona mediante leyes físicas y matemáticas que lo gobiernan, lo cual haría pensar que Dios no se necesita, pero en su origen (tras el Big Bang) se dieron tantas ‘coincidencias’ que solo se pueden entender como consecuencia de la intervención divina; en otras palabras, de que Dios haya fijado esas leyes.
Un caso: si un segundo después del Big Bang la velocidad de expansión del universo hubiera sido menor incluso en un cien mil millonésimo de millonésimo, el universo habría vuelto a colapsar sobre sí mismo antes de alcanzar su tamaño actual. Por el contrario, si la velocidad de expansión hubiera sido mayor incluso en una millonésima parte, las estrellas y los planetas no se habrían podido formar.
Como estas, hay 15 variables físicas -la velocidad de la luz, la fuerza de gravedad, etc.- que tenían que ser exactamente como son para que el universo que conocemos existiera. Y la posibilidad de que todas asumieran los valores necesarios para crear un universo estable y capaz de sostener formas de vida complejas, dice Collins, “es infinitesimal”. Lo sorprendente es que todo se dio.
La evolución, irrefutable
Sobre los que creen que las teorías de Darwin invalidan el papel de Dios, y por ello rechazan la evolución, Collins dice que están en un error: los descubrimientos científicos modernos indican que Darwin estaba en lo correcto.
Explica, por ejemplo, que la comparación de los genomas de varias especies muestra que los humanos compartimos un ancestro común con otras formas de vida. De hecho, nuestro genoma y el del chimpancé son idénticos en un 96 por ciento a nivel de ADN, e incluso hay grandes similitudes entre el orden de los genes del hombre y el ratón.
Pese a ello, dice Collins, una encuesta del 2004 reveló que casi la mitad de los estadounidenses cree que Dios creó a los humanos de sopetón tal como son hoy (versión Génesis) hace unos 10 mil años, época en la que además se supone que se dio origen al Universo, si se toma la Biblia de forma literal.
Lo curioso es que ninguna de esas personas se pregunte cómo esto es posible, si la ciencia hoy nos dice que el universo surgió hace unos 14.000 millones de años con el Big Bang, la Tierra hace 4.550 millones y los fósiles prueban que los humanos modernos surgieron hace cerca de 100 mil años.
Parte del problema, afirma, está en tomar la Biblia literalmente en temas que no tienen que ver con fe, sino con ciencia. Muy seguramente, Dios no intentaba dar tratados de genética, física y astronomía en la Biblia, y por eso no se puede esperar que el Génesis sea una descripción científica del origen del universo y la vida, sino una alegoría. En su opinión, la evolución simplemente fue el mecanismo elegido por Dios para poblar el planeta y dar vida al hombre.
Es un libro apasionante, si le interesa el tema, que además aborda desde el punto de vista de este científico inquietudes como si es posible que se produzcan milagros o por qué un Dios en teoría bueno permite actos de maldad.
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